Desde que nacemos interaccionamos con nuestros semejantes cómo podemos. Somos muy pequeños pero el instinto nos dice que tenemos que acercarnos a otros individuos, formar grupos, buscar nuestra posición y hacernos valer para conseguir la aceptación del grupo y de esta forma desarrollarnos colaborando y aportando características de nuestra individualidad y adoptando otras características del propio grupo.
Si nos fijamos en el propio proceso de nuestro desarrollo y crecimiento, en aquellas facetas más bien lúdicas como pueden ser los deportes, los juegos…, es decir, todo aquello que depende del proceso natural de nuestro crecimiento y pertenencia a un grupo y que no está reglado por un ente superior como puede ser una jerarquía administrativa, que se da por ejemplo en la educación reglada, o una actividad laboral… vemos que en esa primera fase el grupo está por encima del individuo, y, aunque las individualidades siempre destacan, podríamos decir que no tienen futuro fuera del grupo, porque la inmensa mayoría de las actividades que desarrollan están diseñadas para ejecutarse en colectividad y de esa forma se llega a su objetivo, que es estar juntos compartiendo experiencias.
Cuando vamos creciendo empezamos a encontrarnos con una faceta nueva para nosotros que es el individualismo, algo contrario a lo que nos marca nuestra propia naturaleza. Por lo tanto, seguiremos desarrollándonos y disfrutando de nuestros grupos, pero nos empezarán a evaluar por nuestros logros individuales en la guardería, luego en el colegio, en futuras elecciones formativas, en el deporte reglado…
Menos mal que inventamos una cosa que se llama fin de semana, que, en definitiva, es la formula por la cual dejamos de lado la individualidad y damos rienda suelta al colaboracionismo con nuestros amigos, familia… Aquellos grupos que dejan de lado el individualismo tan odioso y tan ligado al éxito personal o a la frustración, para aceptarnos como somos en un entorno en el que lo único que importa es interaccionar y compartir entre todos.